Mientras se reconoce, con todo merecimiento, a los valientes alcaldes de Móstoles, Andrés Torrejón y Simón Hernández, por publicar el famoso «Bando de los alcaldes de Móstoles» el 2 de mayo convocando a la movilización contra el invasor francés para acudir al socorro de Madrid, es desconocido el hecho de que a Alcalá de Henares, la mañana de ese mismo día, llegaron rumores de lo que estaba sucediendo en la Corte y son los estudiantes de la Universidad los primeros que tomaron la iniciativa, y no era la primera vez, ya lo habían hecho en la Guerra de las Comunidades o el Motín de Aranjuez, presentándose frente al Ayuntamiento, entonces situado en el 17 de la Plaza de Cervantes (hoy conocida hamburguesería) buscando de nuevo el apoyo del corregidor, Agustín de Quadros Rodríguez, tras recibirse las noticias de las primeras revueltas en Madrid.
Según el historiador complutense Vicente Fernández, a las 12:00 del medio día llegó de la capital un Guardia de Corps (Guardia Real), probablemente de camino a Zaragoza, que narró las alarmantes noticias de los hechos que estaban sucediendo allí. A primera hora de la tarde, el corregidor proclamó el primer bando municipal que llamaba al levantamiento contra el invasor.
El documento se encuentra en el Archivo Municipal de Alcalá, y entre otras cosas dice «…se hace indispensable que los Pueblos comarcanos concurran a la defensa de la Patria y de nrº Rey el Sºr D. Fernando Séptimo, marchando armados a Madrid…». Este bando también se pregonó por 21 villas de la comarca de Alcalá nombradas en el margen y cara posterior del documento.
También recibió una copia el gobernador del Consejo de Castilla, Arias Antonio Mon y Velarde (1740-1811) que remitió un escrito urgente ordenándole que anulase el bando, e instándole a que colaborara con las tropas francesas e impidiera cualquier reunión o alteración del orden, de las cuales le haría responsable. El corregidor obedeció, dando contraorden en una breve carta fechada el 5 de mayo, donde avisaba de las graves consecuencias.
La misma comunicación envió al rector de la Universidad para que contuviera a los soliviantados estudiantes y al personal de la institución. Así quedó abortada la incipiente rebelión de la comarca complutense, y en el olvido que el primer «bando de la independencia», incitando al levantamiento popular no fue el de Móstoles, sino el de Alcalá, cuya existencia no se conoció más allá de la comarca.
Según el mismo historiador, se formó una partida armada que llegó a salir para Madrid pero que en Torrejón de Ardoz se disolvió al saber que una columna francesa venía de camino.
Desde ese día y hasta la batalla de Bailén ocurrida el 19 de julio de 1808, el trasiego de soldados españoles desertores procedentes de Madrid por la ciudad complutense camino de Zaragoza o Valencia fue constante. Aún no había guarnición francesa alguna, y hubo días en que llegaron a contabilizarse más de 150. El mismo fenómeno se produjo también entre las fuerzas militares ubicadas en la ciudad.
Estaban acuartelados en Alcalá desde 1803 el Regimiento Real de Zapadores Minadores y la Academia de Ingenieros, única unidad militar del Ejército español con sede fija en el Valle del Henares. Ocupaban cuatro edificios colegiales que la descomposición paulatina de la vieja ciudad universitaria permitía utilizar.
Los primeros ocupaban el Colegio Máximo de Jesuitas y los segundos los Colegios de Basilios, Mercedarios Calzados y Manriques (situados en la calle Colegios y que hoy acogen el Aula de Música y dependencias del Parador de Turismo). Desde el levantamiento contra los franceses, de 1.300 hombres que contaban entre los dos acuartelamientos quedaban unos 400.
La marcha de un grupo de Zapadores de la cual informó el corregidor alcalaíno al Consejo el 26 de mayo elevó aún más la preocupación de los vecinos, que la víspera habían escuchado las tropelías cometidas por el ejército francés contadas por un grupo de 140 soldados de guardias españolas, armados y vistiendo indumentarias completas pero sin oficial alguno, que hicieron bandera en las eras de San Isidro para recaudar dinero y víveres, afirmando que iban de paso para Cataluña. Aunque la fuga más recordada fue la que protagonizaron los efectivos del cuartel de zapadores.
Ante el temor de la tropa de convertirse en parte del ejército invasor, los oficiales optaron por proponer a los mandos su marcha y proclamaron «preferir morir de hambre a comer el rancho costeado por el dinero francés».
Así decidieron marcharse esa misma noche del 24 de mayo. A las doce la columna se puso en marcha a tambor batiente en formación con la bandera del 1er. batallón desplegada. Se dirigieron hacia el puente de piedra a Villalbilla, situada a una legua de Alcalá, camino de Almonacid. Seguían a la columna algunos carros y acémilas que portaban la caja de caudales del Regimiento, la munición, el resto del armamento y herramientas. A ellos se unieron días más tarde parte de los profesores y alumnos de la Academia de Ingenieros. En total unos 600 o 700 hombres.
A Cuenca primero, y a Valencia después, a donde llegaron el 7 de junio, siendo recibidos triunfalmente.
Con esta acción, el Regimiento Real de Zapadores Minadores y la Academia de Ingenieros se convirtieron en las dos primeras unidades organizadas que, con su bandera al frente, proclamaron la independencia contra Napoleón y sus representantes.
Este episodio es conocido popularmente como la marcha de los Zapadores, y ha trascendido hasta el extremo de inspirar al extraordinario «pintor de batallas», Augusto Ferrer Dalmau, una obra pictórica titulada «La gesta de los zapadores» en 2011, quedando así inmortalizada la fuga del citado Regimiento Real de Zapadores Minadores.
En el cuadro se ve la marcha de este regimiento a su salida de Alcalá, bajo las primeras luces del amanecer, reproduciendo rigurosamente el itinerario que siguieron. Al fondo la silueta de la ciudad se vislumbra desde el monte Gurugú, con algunos cerros como el del Ecce-Homo a lo lejos, mientras los soldados desfilan por un camino embarrado tras las lluvias caídas días antes. A esta fuga seguirían otras dos de militares que por una u otra razón habían quedado en la ciudad.
Según el investigador José Carlos Canalda el perfil de la ciudad que muestra el pintor está tomado del grabado realizado por Pier Maria Baldi en 1668 para ilustrar el libro Viaje de Cosme de Médicis por España y Portugal. Explica el investigador que, a pesar de haber transcurrido 140 años, fue muy poco lo que pudo haber cambiado el patrimonio artístico y arquitectónico complutense, y por ello aplaude la elección de este grabado por el artista.
Cuando se declaró la Guerra y abdicaron Carlos IV y Fernando VII, entregándole la Corona a José Bonaparte, los militares siguiendo su principio de obediencia a la Corona se mantuvieron leales a la institución y, en general, lo aceptaron puesto que la Monarquía lo admitía.
La Guerra de la Independencia fue una guerra desatada por el pueblo a la que el ejército se vio arrastrado. Hay que decir que a todos los miembros de la Academia de Ingenieros y del Regimiento de Zapadores que se marcharon los primeros para que éste no cayera en manos del ejército francés, se les recompensó con la concesión por Real Orden de 1 de octubre de 1817, a todos los fugados, de una condecoración para premiar su gesta, la cruz de la «Fuga de los Zapadores» en cuyo reverso figuraba la leyenda «SALIDA DE LOS ZAPADORES – ALCALA 24 DE MAYO DE 1808».
A principios de junio las deserciones continuaron y los soldados que paraban en Alcalá obligaban al corregidor a auxiliarles con dinero, pertrechos e incluso presos de la cárcel real. Los jefes y oficiales del Regimiento Real de Zapadores Minadores y de la Academia de Ingenieros que se habían quedado en Alcalá el 24 de mayo también terminaron por sublevarse.
El 6 de junio hubo una segunda fuga al recibirse la orden del General Murat de que todos ellos debían trasladarse a Madrid. Ante esta sangría incesante de soldados de la guarnición alcalaína, el día 21 de junio el mando francés reaccionó enviando a Alcalá un tren con 6 cañones, 2 obuses y 30 carros de municiones y 3.000 soldados franceses que se alojaron en el Colegio de los Jesuitas que habían dejado vacío los zapadores fugados.
Tras la humillante derrota de Bailén el 19 de julio de 1808 los franceses abandonaron Madrid, y Alcalá también se vio libre de ellos. Entonces no causaron daños más que en cuartel en que se alojaron. Aunque volvieron hasta en cuatro ocasiones, siguiendo el curso de la contienda. La primera el 3 de diciembre de 1808, cuando una columna francesa entró por la Puerta de Madrid dispuesta, esta vez sí, a apoderarse de la ciudad.
Instalaron su cuartel general en el Palacio Arzobispal, que fortificaron y volvieron a reforzar en 1811 con otra muralla interior, que integraría el convento de las Bernardas y el de la Madre de Dios, hecha con los materiales procedentes de los conventos desalojados.
Formaron así una especie de ciudadela que se cerraba con el tapiado de las calles vecinas de San Juan y Cardenal Sandoval y Rojas, y en cuyo interior se atrincheraban invasores y colaboradores civiles cuando la guerrilla hostigaba la ciudad.
Según el investigador Luis Miguel de Diego Pareja no hubo ocupación francesa sistemática del Valle del Henares hasta la batalla de Somosierra en diciembre de 1808. Y a partir de ese momento es cuando se sucedieron, en este territorio, batallas, escaramuzas, idas y venidas de tropas propias y foráneas, expolios, violaciones y saqueos de patrimonio civil y religioso.
La lectura de su obra: «La guerra de la Independencia en el Valle del Henares» es muy recomendable por su minuciosa exposición sobre cómo transcurrió la ocupación en Alcalá y el resto de poblaciones del valle.
Con la entronización de José Bonaparte el 7 de julio de 1808 se instauró un régimen de terror que se prolongaría durante los cinco años que duró la ocupación. El azote del hambre, que ya acechaba desde 1811 debido al acaparamiento de alimentos y grano que el ejército napoleónico realizaba sistemáticamente, se hizo realidad en Alcalá.
La carestía de la escasez afectó dramáticamente a la vida de los alcalaínos que tuvieron que soportar el despotismo de los invasores y la delincuencia que surgía de la caótica situación.
El año 1813 fue el peor de toda la guerra para el municipio, pues las tropas francesas en retirada, a parte de saquear y ocupar las viviendas de los vecinos con obligación de mantenerlos, no dejaron de exigir arbitrarias contribuciones, y para colmo de males se llevaron el poco ganado que quedaba.
Saqueos, incendios, asesinatos y violaciones fueron narradas por todas las fuentes decimonónicas, entre ellas el «Diario de un patriota complutense» de Juan Domingo Palomar, historiador y personaje local muy relevante en aquellos días.
De lo que no cabe duda alguna es del daño que sobre el rico patrimonio complutense infringieron amparados en leyes de exclaustración dictadas en 1809 por la administración josefina.
Aunque, en principio, los conventos complutenses no fueron derribados, como sí ocurrió en Madrid donde se demolieron indiscriminadamente manzanas enteras de edificios para levantar plazas y calles nuevas (en venganza los madrileños llamaron a José Bonaparte «Pepe Plazuelas»), sí causaron grandes destrozos en el convento de San Diego que fue convertido en hospital militar, previo saqueo de sus objetos más valiosos, obligando a trasladar los restos de san Diego a la Catedral-Magistral y la imagen titular de Santa María de Jesús a la vecina parroquia de Santa María la Mayor.
Tampoco se salvaron las ermitas. La de San Isidro fue utilizada como cuadra y su retablo destruido, y la de la Virgen del Val fue saqueada e incendiada. Igual sucedió en los colegios donde se acuartelaron, el de la Compañía de Jesuitas, el de Basilios, y sus vecinos de Mercedarios Calzados y Manriques, que quedaron gravemente dañados, especialmente los dos últimos.
Idéntico ataque sufrieron el convento del Santo Ángel y el oratorio de San Felipe Neri que se convirtió en granero. Fincas rústicas y urbanas propiedad de los monasterios también fueron vendidas. Objetos litúrgicos, y hasta las campanas de las iglesias fueron robadas de los campanarios. Los retablos del oratorio y de la iglesia del convento de la Madre de Dios, convertida en cuadra, fueron quemados para extraer el pan de oro que los cubría.
Todos los retablos de los 17 conventos, que no se quemaron o fueron destrozados, se vendieron para aprovechar la madera, así como el hierro que hubiera en los templos.
Afortunadamente, se salvaron algunos como el de la iglesia del Colegio Máximo de Jesuitas, obra de transición del herreriano al barroco trazada por el jesuita Francisco Bautista que aún podemos contemplar.
También las murallas de la ciudad, que entonces estaban completas, sufrieron transformaciones ya que fueron tapiadas todas sus puertas menos las cuatro principales, las de Madrid, Santiago, Mártires y San Julián en las que se apostaron destacamentos para su custodia.
En las de Madrid y de Mártires se colocaron dos portones que se habían desmontado del Colegio de Mercedarios y Basilios ya que habían perdido las suyas.
Esto es solo una somera idea de la calamitosa situación en que quedó la ciudad complutense tras la marcha de las tropas francesas.
@complumiradas
Textos e imágenes de Complumiradas.
Leído por Isabel Anaya Especialista en Estrategia. Gerente de Grupo Villa Otium: Marketing Digital y Diseño Web estratégico.
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