Estos días en que se celebra la muerte del universal alcalaíno Miguel de Cervantes Saavedra, quiero puntualizar unas cuantas inexactitudes respecto a las fechas más señaladas de su biografía que se repiten anualmente en el calendario. Sobre su nacimiento sí se sabe con certeza, por los documentos parroquiales, que la fecha de su bautismo fue el 9 de octubre de 1547, en cambio su fecha de nacimiento se deduce, por la costumbre tradicional de nombrar a los recién nacidos con el nombre del santo del día, que fue unos días antes, el 29 de septiembre, festividad de San Miguel.
Respecto a su muerte, sucede lo mismo. Cervantes falleció el 22 de abril de 1616 pero le fue dada sepultura el día 23. Así que lo que conmemoramos el Día del Libro no es la fecha de su muerte sino de su enterramiento.
Y no solo hay que hacer puntualizaciones sobre las fechas, sino que toda su vida está repleta de pérdidas, olvidos y desconocimiento. De su obras literarias se perdieron los manuscritos originales. El único testimonio autógrafo del que se tiene la absoluta certeza que sea suyo está relacionado con su actividad como comisario general de abastos para la Armada Invencible. Lo que sí existen son supuestos manuscritos cervantinos, cartas en su mayoría, de los que no está demostrada su autoría de puño y letra.
Pero la pérdida más grande, contra toda creencia, alcanza a su verdadero rostro. Todos identificamos el retrato de Cervantes que cuelga de las paredes de la Real Academia de la Lengua con el verdadero rostro de Cervantes.
Se trata del polémico retrato atribuido al pintor sevillano Juan de Jáuregui (1583-1641), amigo del escritor que -como menciona él mismo en el prólogo al lector de sus «Novelas Ejemplares» (1613)- le hizo el retrato. Sin embargo, de este «falso Jáuregui», como lo calificó el cervantista Astrana Marín, también perdido, el historiador Enrique Lafuente Ferrari (1898-1985) en ‘La novela ejemplar de los retratos de Cervantes’ (1948) escribió que era en realidad el retrato anónimo de un caballero de la época de Felipe III.
Parece ser que este retrato al igual que el resto de los que existen del autor de El Quijote no se realizaron en vida del mismo, sino con posterioridad y se basaron realmente en la descripción que el propio Cervantes hizo de sí mismo a los 64 años en el citado prólogo.
Aunque tras la publicación de el Quijote su fama había alcanzado nivel suficiente como para merecer salir del anonimato y satisfacer la necesidad de sus lectores de conocer quien estaba detrás de sus obras, ni Francisco de Robles, el editor de las ‘Novelas ejemplares’, publicadas ocho años después de el Quijote, ni ningún otro editor estimaron que conservar el retrato de Cervantes valiera el gasto de un grabado. El cervantista Daniel Eisenberg dice que Cervantes no despertó entusiasmo en vida como para que su único retrato se conservara, y menos que se esculpiera e imprimiera.
De sus vecinos en el barrio de las letras madrileño, Lope de Vega, Luis de Góngora o Francisco de Quevedo, existen varias imágenes realizadas en vida y publicadas en sus obras. Algunos incluso tuvieron la fortuna de ser retratados por pintores de renombre como Velázquez.
Sin embargo, de Cervantes solo es verdadero el autorretrato que él mismo se vio obligado a realizar de su puño y letra para incluirlo en las ‘Novelas Ejemplares’ y cubrir así la ausencia de un retrato, como era costumbre, y que en este caso iba a ser el del mencionado pintor sevillano que nunca llegó a tiempo de publicarse.
En su autorretrato, Cervantes describe su aspecto como si estuviera contemplándose en un espejo:
«Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies».
Describe cada parte de su rostro y lo acompaña con adjetivos o breves explicaciones muy ilustrativas, y acaba dando una visión global de su cuerpo. En el cual se han basado todos los que conocemos, con mayor o menor acierto, y en algunos casos, con mucha imaginación. Este retrato en palabras se convertirá en imagen en la edición del Quijote de 1738, siglo en que comenzó la obsesión por encontrar su verdadera imagen hasta llegar a nuestros días.
Sea por desinterés u olvido, el más grande de todos los escritores que brillaron en el Siglo de Oro, y renovador de la novela, fue excepcional incluso a la hora de presentarse ante la posteridad retratándose a sí mismo con palabras.
Han sido enormes los esfuerzos que se han hecho por intentar mostrar su verdadero rostro. A la obsesión por hallar el verdadero retrato pintado por Juan de Jáuregui a principios del s. XVII, hay que unir una visión posterior más canónica, pasando por su representación como soldado a mediados del s. XIX, o las imágenes más personales de los artistas vanguardistas del s. XX, hasta llegar a los viñetístas actuales.

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