Un poco de intrahistoria sobre modestos edificios del callejero complutense que he conocido y que están desapareciendo. Ya dediqué publicaciones a la fábrica de Olma en el Paseo de la Alameda, a Casablanca, recientemente. Y también a viviendas humildes que no tienen nada que ver con las magníficas casas solariegas del centro histórico, aunque en sus barrios cualquier rasgo suyo las ha convertido en referencia para los vecinos. Pasan desapercibidas y parecen eternas hasta que ves a las máquinas pulverizarlas.
Ese fue el caso de la desaparecida casa de la parra situada en la calle Infancia, a espaldas del complejo que reúne la histórica fábrica de harinas La Esperanza y la de electricidad “La Complutense”, que fue propiedad de la familia Azaña. Desconocía todo de aquella casa de la parra excepto que no era yo la única que se refería a ella con ese nombre, lo que confirma lo antes dicho.

Casa de «La parra» en la calle Infancia 8 (Julio de 2019 y enero de 2023)
En esta ocasión, traigo otra de esas casas modestas, de las que aún quedan en el casco histórico, que desapareció en el año 2021. La denomino casa de la morera por el ejemplar que sombreaba su patio y que extendía sus voluminosas ramas por encima de las tapias blancas señalando el edificio al final de la calle de las Siete Esquinas, esa calle en el corazón de la Alcalá medieval que vuelve locos a todos los que se empeñan en contarlas y siempre les falta una.
A principios del s. XX la población de Alcalá ascendía alrededor de unos 12.000 habitantes y la mayor parte de las casas disponían de un patio resguardado por algún árbol que mitigaba los calores del verano. Para los jardineros, la Morera blanca (Morus alba) es un clásico entre los árboles de sombra, y de ahí su uso hace años para ornamentar parques, jardines y plazas, para dar sombra en alineaciones de calles, paseos y carreteras, y como separación de lindes en los huertos, a modo de seto vivo. Es perfecta para resguardarse de la canícula veraniega por su tamaño contenido (max 18 m) y su refrescante copa, muy extendida y tupida que llegado el otoño pierde todo su follaje amarillo-oro y permite la entrada del sol invernal. Tan dura que soporta la contaminación, las podas salvajes y los rigores del frío y el calor como los que se dan en Alcalá, incluidas las podas.
Muchos complutenses aún recordamos sus hojas acorazonadas de color verde brillante con su margen dentado, metidas en cajas de zapatos sirviendo de alimento a las larvas de las mariposas de los gusanos de seda que guardábamos en ellas en las lejanas primaveras de nuestra infancia, cuando brotaban simultáneamente, tanto las hojas como las orugas de los capullos de seda.
El ejemplar de esta casa, que en mi entorno más allegado también se conocía como la casa del señor Emilio, era femenino pues producía frutos blancos que al madurar se tornaban de color rosado. El señor Emilio Ablanque vivía en una de las viviendas de aquel patio de vecinos que se distribuían alrededor de la morera. Concretamente en la del lado izquierdo, según se accedía por la puerta de chapa gris del patio -antaño de madera- que daba a la calle de las Siete Esquinas, la única entrada al inmueble.
A principio de los setenta del siglo pasado, don Emilio impartía clases de guitarra, bandurria y laúd en el comedor de su casa, en una de cuyas paredes colgaba una foto suya de estudio sosteniendo una guitarra, y otra de los Beatles sobre un aparador. La franja de edad de sus pupilos era muy variada, niños, adultos, y entre ellos algunas mujeres. Las clases duraban 15 minutos y utilizaba un viejo método de guitarra por cifra acompasada llamado Fortea. Con él les enseñaba piezas de música flamenca, clásica, latina, y todo lo que sonara en las emisoras de radio.
Don Emilio era concertista de guitarra clásica y mostraba dos instrumentos, una guitarra vieja de clavijas manuales (las de clavijas mecánicas podían comprarse por unas 1000 ptas.) con la que daba las clases, y otra preciosa que guardaba en su dormitorio, como oro en paño, y que enseñaba orgulloso a sus alumnos mientras les contaba que le había costado más que la casa donde vivía, y que se la habían hecho con madera de un arcón viejo de un monasterio.
El maestro cubría su cabeza con una gorra negra en invierno y vestía casi siempre una camisa gris, color acorde con la seriedad de su carácter. Su imagen la completaban un lápiz sujeto tras la oreja y una toba apagada en la comisura de los labios que se sostenía milagrosamente mientras canturreaba las canciones que enseñaba a sus alumnos, como aquella que decía: «Voy buscando a Lupita…», del granadino Julián Granados, que fue muy conocida en aquellos años 70.

Emilio Ablanque
Desde el patio, cuyo suelo de cantos rodados parecía una prolongación de la propia calle, se accedía a otra vivienda, frente a la del músico, por una escalera de tabique. Había un cobertizo que alguna vez pudo tener animales aunque entonces estaba vacío. En verano, las clases se daban bajo la morera, y los vecinos saludaban al pasar camino de la escalera. Durante las clases veraniegas, las moras maduras caían sobre la guitarra, y el sonido seco que producían al golpearse suavemente contra la madera se mezclaba con los repetidos acordes que ejecutaban los discípulos del señor Emilio.
Se da la circunstancia de que uno de aquellos alumnos era hermano del músico alcalaíno Paco Palacios, y que su cuaderno y el método con las anotaciones del maestro fue a parar, años más tarde, a manos de otro alumno más joven que es a quien pertenecen estos recuerdos.
Francisco García Palacios (1957-1993) fue un guitarrista y compositor complutense nacido en la calle Encomienda donde pasó su infancia y donde estuvo uno de los locales en los que ensayaba el primer grupo que fundó, «Los Bequer «, a principios de los años 70. Falleció a los 36 años cuando su carrera despegaba, siendo incinerado en el Cementerio Jardín de Alcalá.

Paco Palacios
Su talento fue tan grande que traspasó los límites de su ciudad natal y su nombre quedó asociado al de dos grandes figuras de la música española como son Miguel Ríos o Luz Casal. Al primero lo acompañó en el Rock & Ríos, los míticos conciertos celebrados en el desaparecido Pabellón de la Ciudad Deportiva del Real Madrid que se celebraron el 5 y 6 de marzo de 1982, en plena movida madrileña, y para la segunda compuso algunos de sus primeros temas en los años 80. También lo hizo para otros intérpretes igual de grandes, como Hilario Camacho, Tino Casal o Santiago Auserón. Su voz y su guitarra están inmortalizados, entre otras grabaciones, en el disco más vendido de la historia del rock español, el Rock & Ríos grabado en aquellos conciertos. En 2016 el Ayuntamiento puso su nombre a una calle cercana a la Avenida de Madrid y le hizo un homenaje al que acudió el propio Miguel Ríos.
Volviendo al tema, y para terminar, añadiré que antes de su derribo, fue literalmente la casa de la morera más que la del señor Emilio ya que el árbol parecía ser su único habitante. Daba gusto apreciar el paso de las estaciones en su follaje, máxime en una calle con escasa vegetación. De su tronco salían otros seis troncos menores de color pardo, gruesos como seis brazos de gigantes cervantinos y agrietados por la edad, con los que no debió de ser fácil acabar. Fue el último en caer, cuando ya estaban levantadas las cuatro viviendas nuevas con entradas por las dos calles adyacentes por donde nunca la tuvieron, la calle Portilla y Ronda de la Pescadería, desapareciendo el patio y su puerta de la calle de las Siete Esquinas.
El señor Emilio también impartió clases de guitarra en la Mutual Complutense. En los años 90 se le hizo un homenaje en el Teatro Salón Cervantes.
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