Comencé el tema sobre los carnavales complutenses por el jueves Lardero que es cuando comenzaban antaño, y decía que en las celebraciones carnavalescas había que distinguir dos espacios: el carnaval popular o de calle y el carnaval de salón. Ambos compartían elementos básicos y comunes de la fiesta como la máscara, el disfraz, el baile, la música, la bebida y la comida, pero se celebraban de modo distinto.
En los barrios humildes, labradores y jornaleros recorrían las calles postulando y cantando coplillas satíricas, en las que no faltaba la crítica social. Las comparsas debían contar con autorización municipal, previa presentación de las letrillas para su censura, si procedía, aunque presentaban las letras de las canciones que estaban de moda y, una vez conseguido el permiso, cantaban otras. Como iban de casa en casa y se les invitaba a beber y comer, la murga, cada vez más ebria, elevaba el tono de las coplillas hasta la ofensa, llegando incluso al contenido sexual.
A este respecto decía Fernando Sancho Huerta, en sus Bagatelas, que la clase media complutense celebraba el gran baile de Compadres alejados de los denostados bailes públicos de carnaval a los que acudían los jóvenes y la gente del bronce (gente pendenciera según aparece en obras de Baroja, Galdós o Cela). «Bailes crapulosos» -los llama el autor- en los que según los rumores de la época se rendía culto al desenfreno.
Con el tiempo este baile de Compadres desapareció y durante algunos años fue sustituido por el pintoresco «baile de la Blusa», que en poco tiempo se convirtió en un referente del carnaval complutense.
Dicho baile fue creado por la Sociedad Jacinto Benavente el Martes de Carnaval de 1916. La intención inicial era ofrecer un baile familiar, inexistente en estas fiestas, que acabó teniendo mucha aceptación. Se llamó así porque era condición indispensable que los socios acudieran con una blusa blanca. Las damas podían ir disfrazadas con o sin antifaz. Si bien las que llevaran máscara debían darse a conocer al acceder al local. Después también se estableció que las mujeres vistieran un traje más específico consistente en traje negro con un pañuelo de color rojo. Inicialmente este baile se celebró en un salón de la calle de Gallo, pero fue tal su éxito que tuvo que trasladarse a un salón más grande, en el Teatro-Salón Cervantes. Duraba desde las 9:00 de la noche hasta la madrugada, según consta en el programa de mano de aquel primer baile de la blusa.
Los bailes de carnaval se celebraban, además de el jueves de Compadres, el Domingo de Carnaval, el Martes de Carnaval, y el Domingo de Piñata. Solía haber dos sesiones de 3 a 7 de la tarde y de 9 a 4 de la madrugada. Una entrada de caballero en el Teatro Salón Cervantes, sesión de noche, costaba 1,25Ptas. y las señoras 0,25 cts.
Como ya se ha dicho, las clases populares acudían a otros salones como el de Santa María la Rica, santa Úrsula o San Juan de Dios, donde los precios eran bastante más baratos. Caballeros 0,50 cts., damas 0,20 cts. Por la tarde la entrada era más económica que por la noche y el acceso para las señoras era gratis para promover su asistencia.
A principios del s. XX también se llegaron a celebrar bailes el lunes de carnaval, e incluso el Miércoles de ceniza, pero solo en sesión de tarde porque el día siguiente era laboral. Como reclamo para atraer público a estos bailes se ofrecían rifas con premios en metálico, o retratos de los asistentes del fotógrafo local Casto Ortega que tenía estudio fotográfico en la calle Libreros 16, y que fue un gran emprendedor en lo suyo.
Excelente retratista, también hacía fotografías fuera de su estudio en casinos, conmemoraciones y salones de baile. También abrió gabinete en otras calles como San Felipe, plaza Mayor, calle Libreros y calle Ángel. En 1870 hacer fotos era casi tan caro como hacer un retrato en pintura. Así que era un buen regalo.
Los bailes eran tan largos que era obligado hacer el ambigú para reponer fuerzas a media noche. A la entrada se vigilaba para que nadie introdujera comida de fuera, a pesar de lo cual siempre había alguna familia que conseguía colar alguna cesta con vituallas como cuenta Fernando Sancho Huerta en sus Bagatelas.
Y llegamos al baile del Domingo de Piñata, que se llamaba así porque uno de los festejos que incluían era precisamente el de romper piñatas. Recipientes de barro sin cocer que se rellenaban con regalos, a veces con agua o harina, y que había que golpear con los ojos tapados. Actualmente el carnaval complutense acaba el Miércoles de Ceniza con el entierro de la sardina.
Como no hay fiesta sin dulces, los que se vendían por carnaval, y que también cita Fernando Sancho en su libro, eran las típicas roscas de carnaval. Un pastel de hojaldre relleno de crema y cubierto de huevo hilado que hace años recuperó la conocida pastelería Salinas, y que al cerrar, con el cambio de propietario, se volvió a perder.
Y así se celebraba el carnaval complutense hasta que llegó la Guerra Civil, durante la cual se prohibió, entre otros motivos porque era un peligro dejar que gente disfrazada anduviera por las calles.
Después de la guerra se prohibió totalmente. Pese a lo cual en algunos barrios más populares como la calle Encomienda, Don Juan I, la Puerta del Vado, etc., los vecinos continuaron disfrazándose, y según testimonio de alguno, iban de casa en casa a toda velocidad para evitar ser vistos por la guardia civil, y allí les daban de comer y beber.
Como era tan clandestino y la presión tan grande, tras cuarenta años acabó sucumbiendo esta costumbre.
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