Cuenta Fernando Sancho Huerta en sus Bagatelas, fuente inagotable de historias complutenses de todas las épocas del año y también de las navidades, que a principios del siglo pasado entre año nuevo y el Día de Reyes existía la costumbre navideña y provinciana, según el autor, de «los estrechos» que consistía en organizar encuentros en los que se emparejaban muchachos y muchachas mediante sorteo.
Después de comer «la clásica rosca de Reyes», la pareja agraciada con el haba se sentaba en un trono improvisado y ante ella desfilaban las demás. Luego se bailaba un rigodón, danza popular francesa que se hizo popular durante el reinado de Luis XIV, y cuyos pasos de salto fueron adoptados por los bailarines de las cortes francesa e inglesa en los bailes de salón, donde perduró hasta el s. XVIII, en que fue sustituido por el minueto.
La descripción de la velada detallada por el cronista es tal como la celebraba una viuda alcalaína muy animada, conocida suya, que tenía cinco hijas solteras y a las que casó con este procedimiento. «Se pretendía con estos encuentros que los muchachos tímidos tuvieran ocasión de acercarse a las muchachas que con su belleza y simpatía hacían el resto». Concluye el escritor diciendo que «los estrechos» de aquel año desembocaron en cinco bodas.
Pero no crean que lo de «estrechos» tiene que ver con uno de los significados que ofrece la RAE: «Que tiene ideas restrictivas sobre las relaciones sexuales». Según explica el político decimonónico Pascual Madoz en su Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España, esta costumbre de «echar los estrechos» o «echar los años» tenía su origen en una fiesta romana en la que los hombres estrechaban la mano a las esposas y amantes ofreciéndoles, en verso, fidelidad aquel año que comenzaba, promesa que las mujeres se encargaban de renovar.
En la publicación ilustrada del periodo isabelino «Museo de las familias» (1843-1870), de la cual el cronista madrileño Mesonero Romanos dijo que reunía los cuatro rasgos que caracterizaban a estas publicaciones: «apoliticismo, instrucción, variedad y baratura», se explica detalladamente el origen y desarrollo de esta costumbre galante de festejarse que procede de la antigua Roma, aunque sustancialmente su origen es más cercano, concretamente, de la Edad Media, cuando en las cortes de Aragón y Castilla se trovaba el día de año nuevo. Una vez reunidas todas las damas de la corte, los caballeros agudizaban su ingenio para componer los mejores versos en alabanza de sus señoras.
«El juego de la suerte» lo llamó el Marqués de Villena (1419-1474), quien lo practicó en la corte de Aragón. Consistía en poner nombres de damas en una caja y nombres de galanes en otra y sacarlos en parejas para divertirse observando quién se iba con quién. Entonces los emparejados se ofrecían una cinta de color que debían lucir a la vista de todos hasta el día de los estrechos, o de Reyes.
Fue un entretenimiento muy popular durante los reinados de Felipe III y Felipe IV, en los cuales grandes autores como Cervantes, Calderón, Góngora y, por supuesto, Quevedo compusieron versos, o «motes de años».
La costumbre fue declinando hasta que a principios del s. XIX se redujo a una simple diversión de familias pudientes en la que se intercambiaban regalos, versos, etc. en la víspera de año nuevo.
En Madrid más de la mitad de la población participaba en esta tarea, y en casi todas las esquinas aparecían, durante esa fecha, vendedores de versos y tarjetas para echar la suerte del año. Aparecían reseñados en crónicas de la prensa madrileña del s. XIX. Y en 1879 en un artículo de El Liberal la describen bajo el epígrafe de «Costumbres Rancias». También se llamaron «reuniones de estrechos» o «estrechos de amor».
Se hacía en toda España con más o menos variaciones, pero la misma finalidad. Se reunían delante de suntuosos nacimientos que se desmontaban el día de la Candelaria, el 2 de febrero, que era cuando se cerraba el ciclo navideño. Los más puristas defensores de la tradición defienden que no se puede quitar el belén —ni los adornos de Navidad— hasta que no llegue esa fecha.
El procedimiento, a finales del XIX, no cambió mucho: se escribían los nombres de las jóvenes del entorno en edad de casar en unos papeles o tarjetas que se depositaban en un cesto, en otro el de los hombres casaderos (siempre de la misma condición social). El caballero, presente o no, estaba obligado a cumplir con el «estrecho», es decir emparejarse con la dama cuyo nombre estaba escrito en el papel hasta el día señalado.
Estaba considerada como una diversión de familia que se practicó hasta en los palacios. Del organizador dependía que se realizaran bromas, que hoy serían duramente criticadas, como incluir en el sorteo el nombre de señoras octogenarias o solteronas que se sorprendían -gratamente-, aunque no tanto como los caballeros con los que las emparejaban, que eran objeto de burla y en ocasiones se sentían «acosados» por ellas sin saber que eran fruto de un «estrecho», que finalmente acababan aceptando con humor.
Como dijo nuestro paisano Fernando Sancho, de estos encuentros salían matrimonios, incluso entre gente ilustre, pero también rupturas matrimoniales.
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