Trae melancolía el mes de Noviembre, el de los Santos, el que dora la fronda, rinde las primeras hojas, te abriga los hombros con la chaqueta y te enfría el rostro por las mañanas. Mientras, nos va marcando el paso de los días al son de la hojarasca seca que, en toda su plenitud, hace unos meses anunciaba la primavera.
Dicho esto se me vienen a la mente aquellos versos de Jorge Manrique «…cómo se pasa la vida,/cómo se viene la muerte,/tan callando;…»pero no caeré en la tentación de sumergirme en las coplas aunque sea este el mejor momento para hacerlo.
El comienzo de noviembre se manifiesta en las últimas décadas con un ánimo de fiesta y jolgorio, marca de la tradición anglosajona, que trae la celebración de Halloween, para pasarlo de miedo. Será por la edad, pero siempre lo he visto como una celebración ajena en la que no puedo integrarme de corazón porque no la siento. Es una cuestión más sentimental que de prejuicios. La observo con curiosidad, pero me cuesta asimilarla aunque también gire en torno a la muerte. No conecto.
La tradición tira y el mes también. Como al cronista alcalaíno Fernando Sancho, también siento debilidad por este mes que empieza en Todos los Santos y acaba con San Andrés. Hacia 1910, el autor de Bagatelas (1982), gran amante de lo tradicional, se quejaba de que ya entonces las cosas no eran como antaño («antañazo alcalaíno o una ciudad antañona» eran sus expresiones comunes al hablar de la ciudad).
El día uno de noviembre -decía- ya no era el primer día en que se abría oficialmente el comercio de productos cerdiles. En previsión de que no se embutieran moscas en los productos derivados del cerdo, hasta esa fecha no se mataba.
Tradición muy festiva en los pueblos, donde se llenaba la despensa para todo el invierno. Hace mucho que los avances en materias sanitaria y de alimentación ya no obligan a realizarla en esa fecha.
El Centro Extremeño de Alcalá de Henares fundado en 1977 por extremeños que emigraron en busca de un futuro lejos de su tierra, trajeron sus costumbres con ellos, y anualmente, entre otros eventos, celebran la matanza los primeros meses del año, aunque el cerdo ya viene listo para ser despiezado y cocinado para su degustación, bien en las naves de los Salesianos o en el Centro Extremeño situado en el edificio del antiguo matadero municipal.
Continuando con el desglose de las costumbres de antaño narradas por Fernando Sancho, éste dice que en las tiendas y puestos callejeros había por entonces abundancia de «cascajo» (Según la RAE, conjunto de frutas de cáscaras secas, como nueces, avellanas, castañas, piñones, etc., que se suelen comer en las Navidades), coincidiendo con la feria chica, la de San Eugenio, que se celebraba desde 1517 cuando fue concedida a la villa su celebración el 13 de noviembre, para cubrir las necesidades de la ingente población universitaria.
Pensada para mercadear entre estudiantes los «burdos paños de Brihuega o Trillo», y así reponer sus raídos sayales de cara al recién estrenado curso. También para que maestros y pupilos comprasen libros, cueros y otros objetos necesarios para el estudio.
Tras el cierre de la Universidad en 1836, la Feria Chica quedó para compra-venta de los productos de la matanza, como cebollas, especias, cuchillos, barreños o cuencos de barro, que como ya se ha dicho tenía lugar en este mes.
Fue conocida, precisamente, como «feria del cascajo», «feria de la cebolla» y «feruela». Y cayó en desuso hasta que dejó de celebrarse en 1920. Hecho del cual también se lamentaba el cronista que presenció su declive.
Y cómo no iba a protestar por el precio de las castañas asadas que vendían en los puestos «las valientes castañeras…acaparadoras del frío callejero que ofrecían a la parroquia…calorcillo para las manos y el estómago a precios insignificantes» -y añade con sarcasmo- «…ya desaparecidos que hacen que las castañas asadas figuren en la lista de manjares especiales para potentados».
En esencia esto tampoco ha cambiado, solo que las mujeres ya no son las únicas que atienden los puestos. Y en cuanto al precio, hay quien estará de acuerdo con el cronista y piense también que son un manjar para potentados, sobre todo en estos tiempos.
También el primero de noviembre tenía lugar en Alcalá la representación de la obra de José Zorrilla, Don Juan Tenorio, por su temática religiosa y sobrenatural, y no solo aquí sino en toda España.
En este punto se lamentaba de la pobreza de las representaciones por la escasez de actores, y también del decorado, a pesar de lo cual los alcalaínos no dejaban de acudir a la representación que tenía lugar en el Teatro Salón Cervantes. Y es buen conocedor de los hechos que relata puesto que fue Fernando Sancho actor aficionado en numerosas ocasiones junto a otros compañeros como Joaquín Mendoza y Antonio Cerezo.
La seriedad de la representación era muy dudosa ya que, como explica, algunos asistentes tiraban bolitas de papel a los figurantes, «unos comparsas alquilados», que realizaban el papel de las estatuas. Su relato del montaje hace que parezca más una comedia que un drama para el día de difuntos.
Solo el decorado del cementerio estaba a la altura de la obra pues había sido pintado por el polifacético Manuel Laredo que fue alcalde de Alcalá entre 1891-1893, y artífice y propietario del famoso palacete que lleva su apellido en el Paseo de la Estación. Nostálgico decía que cuando escribía estos recuerdos dicha obra ya no se representaba ni en Madrid.
Le habría gustado saber que desde 1984 se vuelve a representar el que ya se conoce como el Don Juan de Alcalá, siguiendo la tradición que él defendía en estas fechas de todos los Santos, y que con el tiempo se ha convertido en la manifestación teatral al aire libre más multitudinaria de España.
Un evento único al que acuden cada año miles de alcalaínos y visitantes, que ha merecido ser declarada Fiesta de Interés Turístico Nacional.
La visita protocolaria a los cementerios -diríamos hoy porque hay dos en el término municipal, entonces referida al Cementerio Municipal de San Roque- era ineludible y estaba rodeada de solemnidad y respeto.
Según el historiador Esteban Azaña, este cementerio fue inaugurado en 1839, aunque hay documentos que adelantan la fecha hasta 1834. Dicen los documentos que para su construcción se eligieron unos terrenos situados entre el río Camarmilla y el paseo del Chorrillo, en las afueras junto a una ermita consagrada a San Roque, nombre que adoptó el cementerio, aunque hoy en día casi nadie lo recuerde. Lo bastante lejos de la ciudad como para evitar epidemias, con las que los gobernantes de la época estaban obsesionados, y no sin razón, ya que desde 1891 Alcalá sufrió la viruela de manera endémica.
Del primitivo cementerio no queda casi nada tras la remodelación que se acometió ese mismo año siendo alcalde Manuel Laredo y arquitecto municipal Martín Pastells. La construcción neomudéjar que conocemos, y que sustituyó a la original, es uno de tantos ejemplos de la arquitectura historicista que tiene Alcalá y que se desarrolló entre finales del XIX y principios del XX, caracterizado por el uso del ladrillo rojo y los motivos geométricos mudéjares.
En el siglo pasado se amplió con el cementerio civil, que conservaba algunas tumbas curiosas y enterramientos de fusilados tras la guerra, y con el cementerio infantil, ambos desaparecidos en los años ochenta. Se introdujeron entonces las antiestéticas hileras de nichos rodeando las tapias antiguas e incluso enterramientos comunitarios en las pocas sepulturas que había disponibles.
Según el historiador complutense José Carlos Canalda el motivo fue la escasez de espacio que hubo hasta que se inauguró el nuevo Cementerio Jardín en 1992.
También opina el cronista complutense sobre el consumo de dulces típicos: los buñuelos de viento, bollitos esponjosos llamados así porque al freírse se inflan y duplican su tamaño, según dice la leyenda al comerlos sale un alma del purgatorio, y los huesos de santo, pequeños cilindros hecho a base de mazapán con forma de huesecitos rellenos de yema, cuyo consumo no entiende en una fiesta de carácter tan emotivo, y que explica con sorna mediante el refrán «los duelos con pan son menos».
Además, nos cuenta que por estas fechas hacían su agosto los sastres y las confiterías que hacían sus preparativos para Nochebuena. Como se ve no es nuevo lo de comenzar los asuntos navideños con casi dos meses de antelación. Pero de todas las costumbres que tenían lugar en este mes, la más sorprendente de todas era la de elección por ley de los nuevos concejales.
Antaño -explica- bastaba la simple designación por el cacique, pero después de organizadas «las masas democráticas», para obtener un acta era preciso «luchar en los comicios».
Así, ya no bastaba el cigarro puro que, paternalmente, ofrecía el presidente de la mesa a los electores en nombre y a costa de los candidatos, sino que se apelaba a la compra de votos, al engaño y al fraude. Para añadir acto seguido que afortunadamente, esas prácticas pertenecen al pasado como las de aquellos vivos que compraban votos y hacían votar a los muertos.
Y acaba el capítulo diciendo «¡Cosas de noviembre! cosas ya tan pasadas, que este mes, antes tan simbólico, es ahora como otro mes cualquiera».
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